El contrato social.
Cuando yo estudiaba, mis profesores pretendían venderme una moto consistente en que existía algo que llamaban “Contrato social.” La idea, al parecer, se le había ocurrido a un payaso con peluca del siglo XVIII y había hecho fortuna. Los términos de dicho contrato implicaban que la gente renunciaba a su libertad personal (por ejemplo, la de ejecutar a los saqueadores) y aceptaba delegar sus funciones en el Estado para evitar el caos (por ejemplo, delegar el ejercicio legítimo de la violencia), asumiendo una serie de normas de conducta (por ejemplo, en vez de ejecutar a los saqueadores, denunciarlos, para que el Estado los juzgue y los absuelva o los indulte). A cambio de esta renuncia y aceptación, el susodicho Estado, se comprometía a cuidar de la gente. Formalmente, es un contrato clásico: yo renuncio a hacer lo que me dé la gana y te doy parte de lo que gano, y tú te comprometes a evitar que me roben (por ejemplo, ¿…?) o me asesinen y gastas los impuestos que yo te doy en cosas beneficiosas para todos (por ejemplo, financiar a los partidos políticos o a los bancos).
Hasta ahí, todo bien; el único defecto que le veo es que yo no he firmado ese contrato, ni le he dado poderes a nadie para que lo firme por mí. De hecho, mis padres tampoco lo firmaron, ni ninguno de mis abuelos; ni conozco –la verdad sea dicha- a nadie que conozca a nadie que lo haya firmado. Tampoco conozco a nadie que haya visto la escritura ni me sepa decir cuáles son las cláusulas concretas. Por todo ello, después de mucho pensar, he llegado a la conclusión de que ese contrato no existe. Sí, sí, por asombroso que parezca, creo que se lo han inventado. Hay antecedentes, lo concedo, como la relación clientelar de los romanos o el pacto feudovasallático en época más reciente; pero aquéllos sí que eran verdaderos contratos –con cláusulas conocidas- que, al menos en teoría, podían rescindirse si una de las partes lo incumplía (por ejemplo, si venía una algara de moros y el conde, en lugar de convocar su mesnada y cabalgar a echarte una mano, se encerraba en su castillo hasta que pasara la tormenta) y, si no aceptaba la rescisión, y tú seguías con vida, siempre podías amotinarte, reunir a las gentes del común y, juntos y airados, tomar por asalto la guarida del señor felón, colgarlo de una almena o pasear su cabeza en lo alto de una pica y recuperar todas las provisiones que guardaba en su despensa: era el derecho a la rebelión y al tiranicidio, glosados por Platón, Aristóteles, Cicerón, Santo Tomás de Aquino, Francisco Suárez, Juan de Mariana y muchos pensadores anglosajones. Los tiranos en general son poco dados a reconocer estos derechos, cosa lógica, ya que nadie en su sano juicio aceptaría como justo que el populacho enardecido enarbolara su cabeza en la punta de una pica y pusiera en los caminos sus despojos hechos cuartos. Bueno, lo aceptan si los tiranos son otros y les molestan por algo; pero eso no importa, porque son derechos naturales que uno puede ejercer si la ocasión se presta, independientemente de la opinión del tirano. Además, no siempre hace falta ejecutarlo: puede bastar con meterlo en la cárcel y confiscar sus bienes. En Islandia lo han hecho y no parece que les vaya mal.
El único problema que veo es que, para ejercer el derecho de rebelión (dejemos de momento el tiranicidio para personas menos civilizadas, gobiernos de la OTAN y gente así ) hace falta ser consciente de que hay motivos para rebelarse y, si en algo se gastan la pasta los tiranos, es en distraer al populacho de esos motivos. Para ello, los tiranos se reunieron un día en un castillo de los Cárpatos, junto al sarcófago de su fundador, y acordaron poner en marcha un proceso de ingeniería social con dos vertientes:
a) El proceso de imbecilación.
b) El proceso de blandengación. (ellos lo denominaron “proceso de mariconación”, pero como hay Gays y lesbianas más bestias que Terminator, como Aquiles Pélida o la Monja Alférez, he acuñado “blandengación” como término provisional)
Ambos procesos, para convertirnos en unos imbéciles blandengues, están inextricablemente unidos y a cargo, básicamente de la televisión, la escuela (“cole”, en su lenguaje) y los padres (“papis y mamis”). Su objetivo, a estas alturas a punto de cumplirse por completo, es convertir a los humanos, sobre todo a los de los países ricos, a los que no se puede exterminar impunemente, en borregos aterrorizados por las amenazas más absurdas capaces de creerse que sus saqueadores son buenos y tiemblen ante la sola idea de sufrir algún tipo de dolor o privación, por leve que sea. Pero hay que darse cuenta de que para dolor y privación, los que Ellos nos producen y que, la verdad, no compensa quedarse de brazos cruzados, intentando convencernos a nosotros mismos de que los sicarios que “elegimos” para que nos gobiernen o jueguen con el poco dinero que ganamos son buenos y cuidan de nosotros. Porque no es verdad. Desde su punto de vista, somos presas; y nuestros escasos bienes, son su botín. Por lo menos, habría que oponer un poco de resistencia.
Oponiendo un poco de resistencia.
Resumiendo: que como lo más probable es que el contrato social no exista y, en el improbable caso de que existiera, habría caído en desuso, se puede rescindir. De hecho, si nos quedara un mínimo de dignidad, lo rescindiríamos. Os animo a ello.