16/6/10

Banderas victoriosas 12.

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12.

Aún era de noche cerrada cuando el barracón se llenó de ruidos metálicos, los de armas y correajes en el silencio de cien hombres que aguantan la respiración. Su nombre fue el tercero.

Se levantó sin pensar, sin mirar a nadie, a ninguna parte. Se ajustó la ropa, con la aberrante idea de estar presentable y se alineó con los demás. Como siempre, nadie se movió. Siempre había fantaseado con la idea de una de esas veces, cuando vinieran a hacer la saca, amotinarse; lanzarse todos a la vez contra los guardianes y los guardias civiles, quitarles  los mosquetones y salir de allí a tiros. Habría sido fácil levantar a todo el campo. Habrían muerto algunos, muchos a lo mejor, pero ellos eran más. Qué cojones, todos eran soldados, había que hacerlo; lo harían.

Pero los prisioneros no hacen eso, entonces lo supo.

Nunca sería capaz de recordar el camino que siguieron hasta los terraplenes, ni en qué pensaba, ni si pensó algo. Sólo cuando se encontró junto a otros once presos a la luz de los faros de un camión, miró a su alrededor, como despertando.

Había un cura joven, que no conocía, con un libro en la mano. Lo miró. Dijo algo, pero tenía la boca tan seca que las palabras no salían. El cura se le acercó, le preguntó algo que no entendió. Méndez estaba desesperado, como en una pesadilla en que tu salvación depende de gritar y no puedes, porque no tienes voz. El cura volvió a abrir y cerrar la boca, pero él parecía haberse quedado sordo además de mudo. Por fin, consiguió escucharse a sí mismo:

-- Llame al páter.

Y Fin

14/6/10

Banderas victoriosas 11.

 

11.

El Ingeniero no había perdido el tiempo, todo hay que decirlo. No había vuelto a ver a Bocanegra desde que llegaron al campo, y se dedicó a localizarlo sin llamar la atención; cosa no tan fácil, aunque fueran varios miles de prisioneros, no sabía cuántos. Se decía que era pura curiosidad, que el cura le había despertado el interés por el personaje. Bueno. en todo caso, pasara lo que pasara, nada perdía con tenerlo controlado; al menos, saber en qué barracón estaba.

Y lo localizó. Quieras que no, era perro viejo y conocía a mucha gente. Lo que no quería era cruzar con él ni una mirada. Quería olvidar lo del tren. Todos querían olvidar aquel viaje en tren, cuando no eran hombres; pero él tenía sus propios motivos. Prefería concentrarse en que el tal Bocanegra era un exponente de lo peor del lumpen, recordar cuando él mismo había estado a punto de pegarle cuatro tiros. También intentaba recordar cuando él –Méndez- era un proletario consciente, o sea, que tenía consciencia de clase y leía libros y tal. Aunque verte a tí mismo como proletario consciente mientras ayudas a un cura a decir misa y tratas de borrar de tu mente en qué barracón está un tipo concreto, no es tan fácil como parece. También es verdad que sabía de sobra lo que le podía pasar si cantaba y alguien se enteraba. Eso era una ayuda, claro: puestos a morir, prefería morir ante el pelotón de fusilamiento y quedar bien, que ahogado por la noche o vete a saber cómo, como mueren los bocazas. El cabrón del páter parecía que le leía el pensamiento mientras le ayudaba a quitarse la casulla.

-- A ver, Ingeniero, si tienes canguis de que alguien se entere, yo me encargo de que te trasladen lejos, a un batallón de trabajo, a la otra punta de España, a Cádiz, por ejemplo.

Méndez no tenía familia. Cuando empezó la guerra tenía veintiséis años y no había llegado a casarse; ni siquiera tenía novia. O sea, novia, novia. Sus padres habían muerto en un bombardeo, que ya es mala suerte; pero eso le dejaba libre y le hacía más fácil tomar decisiones decentes. Sin familia, es más fácil mantener cierta dignidad: no piensas en tu mujer ni en tus hijos. No tienes esa necesidad de volver a ver a alguien, de preocuparte por ellos, por si tendrán para comer, por si tu mujer tendrá que hacerse la encontradiza con alguno para sacar unos cuartos o algo de comida para los niños… En su caso, no tener hijos le permitió decidir que no les iba a dar ese gusto. Si tenían que fusilarlo, que lo fusilaran; pero no podrían convertirlo en un traidor, en un puto chivato. No era por Bocanegra, era por él mismo, por su honor.

Tomó su decisión. Iba a callarse.

11/6/10

Banderas victoriosas 10.

 

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10.

El páter no volvió a mencionar la conversación que habían tenido. Cuando tocaba misa, lo mandaban a ayudar. Comprendió que era la excusa para que tuviera que estar cerca del cura sin que nadie sospechara; así que siempre ponía mala cara y de vez en cuando se permitía algún comentario en voz baja con los compañeros. Comentarios blasfemos, se entiende. De vez en cuando, le parecía sorprender al páter mirándolo, como de pasada; pero no le preguntaba, ni le metía prisa.

El Ingeniero recordó cómo, en aquél vagón de ganado, él y Bocanegra se recostaban uno en el otro intentando dormir de pie; o cuando se desmayaban de puro agotamiento sin poder caer al suelo. Recordó –y eso fue muy malo- que una vez que estaba a punto de dejarse morir, que estaba seguro de que le había llegado el momento y se iba a morir, Bocanegra, pegado a él como estaba, pisando los dos la misma mierda, le había dicho:

-- Aguanta, compañero.

Méndez le había mirado, idiotizado, y Bocanegra había esbozado trabajosamente una especie de sonrisa:

-- No les vas a dar ese gusto.

Siempre creyó que eso lo había salvado; que, si estaba vivo, era gracias a que Bocanegra, el cerdo, el hijo de puta de Bocanegra, el asesino, violador, torturador de Bocanegra, le había dado ánimos en ese momento clave en que estaba a punto de entregarla.

Haber recordado eso le ponía todo mucho más difícil, pensaba mientras ayudaba al sacerdote a revestirse para misa. Por fin, antes de salir de la capilla, el páter lo miró y le preguntó:

-- ¿Seguimos sin novedades?

Las palabras le sonaron como la explosión de una granada. Ahora, sí, se dio por muerto. Bajó la cabeza.

-- No es tan fácil, páter. Aquí hay mucha gente, y tampoco tenemos mucha libertad de movimientos.

-- Pues más vale que espabiles, que te queda poco tiempo. –El preso sintió un escalofrío- Sólo te digo que, si tienes novedades, me las digas. Cuando las tengas, puedes decir que necesitas verme. En cualquier momento, el capitán ya lo sabe. Había subrayado lo de “cualquier momento” de un modo muy peculiar; de un modo que sugería momentos nada agradables. Y próximos.

10/6/10

Banderas victoriosas 9.

 

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9.

El Ingeniero se había quedado mirando al páter sin saber qué decir. Pensaba: pero, entonces… ¿me fusilan o no me fusilan? El páter le había dejado cocerse en su propio jugo.

-- Mira, Ingeniero: quiero a Bocanegra. –Méndez seguía mirando al cura sin saber qué decir- Tenemos buenas razones para pensar que está aquí, pero debe estar con nombre falso; habrá dado los datos de un muerto o lo que sea y no sabemos quién es. –Aquí hizo una pausa dramática- Si tú nos lo dices, yo me encargo de que no te fusilen.

A Méndez no le extrañaba lo más mínimo que los curas quisieran cazar a Bocanegra; si él mismo había estado a esto de pegarle un tiro, qué no iban a hacer los curas. Pero, claro, ¿cómo iba a entregar a un prisionero al enemigo, así, sabiendo que lo iban a ejecutar? Él no era un delator. su cabeza empezó a funcionar a toda velocidad, entre el sentido del deber y la supervivencia. A ver, ¿quién le garantizaba que el páter no iba a dejar que lo fusilaran una vez hecha la delación? Además, si los compañeros se enteraban de algo, era hombre muerto. Por otra parte, al fin y al cabo, nadie sabía por qué a unos los mataban y a otros no. Igual le tocaba a Bocanegra por la cosa de la mala suerte, lo fusilaban igual y a él también, por gilipollas. Aquí, ya se imaginaba compartiendo paredón con el ex-coyote proletario y gritando a dúo “viva la República” o “viva la clase obrera”, o cualquier otra gilipollez de esas que se supone que hay que gritar en su momento, mientras la descarga del pelotón los quitaba de en medio a los dos juntos. Se estaba poniendo histérico, mientras el sacerdote parecía ver a través de su cráneo. ahí, repantigado en su butaca, Optó por no comprometerse.

-- Veré si me puedo enterar de algo, páter.

-- Más te vale. No tienes mucho tiempo.

Y eso fue todo. De pronto, se hizo por completo incongruente que él, un prisionero, estuviera sentado delante del capellán. El momento especial había pasado. Se levantó.

-- Vete. Y ya sabes.

7/6/10

Banderas victoriosas 8.

 

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8.

Bocanegra se había explayado. Al principio, les había hecho gracia cuando empezó a contar cómo habían llegado al convento y habían llamado a la puerta con mucha educación. Por lo visto, la hermana portera, viendo que ya no podían hacer como que no había nadie, salió a la puerta a decirles que allí no podían entrar. –Aquí los coyotes se meaban de la risa- Ya se sabe, cosas de las monjas; aunque estuvieran aterrorizadas, seguían comportándose como monjas. Pero no estaban preparadas para los coyotes. Una cosa es fantasear con el martirio y otra que te martiricen de verdad.

-- ¿Te acuerdas cómo chillaban porque les quitaba las tocas? –carcajadas- Joder, lo mejor era cuando le preguntabas a la vieja si era virgen de verdad, que había que comprobarlo para el expediente gubernativo. -Aquí lloraban de la risa contando cómo habían violado a la superiora que, por lo visto, acabó gritando muera Dios y viva Rusia. Una vez que dejaron a la jerarquía por ahí despatarrada en pelota viva lloriqueando sobre sus hábitos hechos un burruño, lo demás fue coser y cantar.

Méndez y sus hombres se miraban intranquilos mientras los de Bocanegra seguían relatando sus hazañas.

-- Y la chavala esa, que estaba buena, ¿eh?, que las monjas nos la tenían guardadita… ¿qué tenía, doce o trece? –más carcajadas- ¡Cómo chillaba la muy puta!

Méndez había cogido su fusil y había hecho una seña a su gente. Mientras, los coyotes seguían contando cómo habían violado una detrás de otra a todas las monjas, salvo a las más viejas, que se las cargaron directamente.

Ahora, Méndez no podía quitarse de la cabeza una imagen que tenía olvidada desde el treinta y seis, cuando se iban y el Bocanegra contaba cómo a la novicia de doce años no le entraba su polla y tuvo que agrandarle el agujero del culo con el machete.

Recordaba vagamente que había sacado la pistola para cargárselo de un tiro, pero que los compañeros lo habían agarrado y se lo habían llevado de allí.

No había vuelto a ver a ese hijo de puta en toda la guerra. Casi lo había olvidado. Hasta hacía unos meses. Estaban parados en una vía muerta. Un vagón de ganado lleno de presos, todos de pie, prensados como sardinas en lata muriéndose de calor. Algunos estaban muertos de verdad, pero no podían caer al suelo porque no había sitio. La peste era tan bestial que ya ni la sentían, todos cagados y meados porque hacía tres días que no los dejaban salir. El mismo tiempo que llevaban sin comer ni beber.

De pronto, con un ruido chirriante, se abrió la puerta del vagón. En su delirio creyó que ahí los bajaban –ya- para fusilarlos, y sintió alivio. Pero no. Era que iban a meter a más gente. Se encontró apretujado contra uno de los nuevos, un tío feísimo, con barba crecida y costrones de sangre seca en la cara. En su estado semiinconsciente, le pareció que lo conocía y le sonrió como un bobo.

Era Bocanegra.

4/6/10

Banderas victoriosas 7.

 

 

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7.

El páter le había dicho que le iba a contar una cosa. Sacó un sobre del legajo, un sobre de buen papel, que tenía un membrete con un escudo muy raro, una especie de sombrero con borlas, y del sobre sacó un papel.

-- Esta carta es del sacerdote que confesó al padre Manuel y le dio la Extremaunción antes de que se muriese. Habla de ti.

Méndez se quedó pasmado. La idea de tener algún lugar en la correspondencia de los curas le resultaba totalmente irreal. Parecía que el páter estaba dispuesto a leerle la carta, pero se lo pensó mejor y se la alargó por encima de la mesa. La cogió. Leyó:

Querido hermano en Cristo: –decía la carta- El día siete próximo pasado, administré los Santos Óleos y oí en confesión a nuestro hermano Manuel, párroco que fue de la Iglesia del Buen Suceso de Madrid antes de la Cruzada. Nuestro hermano tenía un caso de conciencia que quiso compartir conmigo y que, en lo esencial, era el siguiente:

En el mes de agosto del treinta y seis, cuando la barbarie marxista campaba por sus respetos en Madrid y tantos hermanos nuestros en el Señor alcanzaron la palma del martirio por causa de la Fe a manos de los rojos, el padre Manuel, que se había ocultado en casa de una feligresa, la portera lo denunció y fue detenido por una banda de facinerosos comunistas y llevado a la cheka de Moratines. Según me contó, después de padecer toda suerte de vejaciones a manos de los rojos, lo sacaron de madrugada junto con otros desventurados. Él sabía perfectamente lo que eso significaba, es decir, que los iban a conducir a las afueras para fusilarlos. Me dijo que tuvo miedo, lo que es humano, pues no todos estamos llamados a aceptar pacíficamente el martirio, no ya a la muerte en sí, que significaba la unión con Nuestro Señor, sino porque había oído contar verdaderas atrocidades perpetradas sobre los sacerdotes por las milicianas antes de la ejecución. Al parecer, cuando salía con los otros desgraciados, paró junto a la puerta un automóvil pintado con consignas marxistas y las siglas de la UGT, un Studebaker, me concretó el padre Manuel, y del mismo descendieron unos milicianos. Nuestro hermano reconoció a uno de ellos, precisamente el que parecía ser el cabecilla, y lo llamó por su nombre.

Según me contó el padre Manuel, a ese miliciano lo conocía del barrio en que ejercía su Sagrado Ministerio y que, incluso había tratado de hacerlo volver a la Fe en alguna conversación. Aquí nuestro hermano me confesó que le conocía de una taberna del barrio en la que en ocasiones coincidían antes del Alzamiento, pues era regentada por la madre de la muchacha que realizaba las labores de limpieza en la casa rectoral. También me confesó nuestro hermano que, en aquellos tiempos, él tenía una predisposición tal vez excesiva al vino que se expendía en dicho establecimiento y que por ello, y porque no le cobraban, lo frecuentaba; igual que, al parecer, hacía el miliciano, y que fue precisamente en alguna de aquellas ocasiones cuando había hablado con él llegando a abordar el tema de la Religión.

Pues bien, el tal miliciano al verse así interpelado, se dirigió al jefe de los chekistas que conducían la cuerda de presos al martirio y le dijo que a ése se lo llevaba él, que era de su pueblo y que era cosa suya; dando a entender que había algo personal entre ellos, a lo que los chekistas accedieron entre chanzas de grueso calibre. Todo esto según me contó el padre Manuel. Según parece, los esbirros de la UGT metieron a nuestro hermano en su auto y lo llevaron hasta un lugar cerca de las Cortes. El miliciano le dijo al padre que se bajara y que llamara a la puerta de una casa, que luego resultó ser de la Embajada de Chile, que dijera quién era y que le tratarían como correspondía a su Sagrado Ministerio. Gracias a eso, salvó la vida.

El padre Manuel me dijoque le había preguntado al rojo su nombre para tenerlo presente en sus oraciones, a lo que el rojo había respondido que sí, que buena falta le iban a hacer, dadas las tristes circunstancias de bélica conflagración, aunque también le dijo, por lo visto, que seguía sin creer en Dios. El caso es que se lo dijo su nombre. El padre Manuel se acogió a la embajada y, mal que bien, sobrevivió hasta que las tropas Nacionales liberaron Madrid. En ese tiempo, confortó espiritualmente a los refugiados en el recinto diplomático y yo creo que, auxiliando con su Ministerio a tantas almas en peligro, se redimió de no haber aceptado el martirio cuando su hora parecía ser llegada.

El miliciano se llamaba Martín Méndez Tirado, alias El Ingeniero, nacido en San Martín de Valdeiglesias, provincia de Madrid; era de la UGT, del sindicato de la construcción, y vivía en la calle Desengaño. Lo último que supo el padre Manuel, que no dejó de interesarse por su salvador, era que se había alistado con los comunistas del Quinto Regimiento. Nuestro hermano me recomendó muy mucho a este hombre, rogándome por la salvación de su alma que, si estaba en manos de la Santa Madre Iglesia, que salváramos su vida, ya que se sentía en deuda con él.”

Al llegar aquí, el páter se estiró sobre la mesa y le quitó la carta a Méndez.

-- Ya ves, hijo mío. Tienes valedores en las filas de la Santa Madre Iglesia.

Méndez se había quedado de piedra. El cura ese borrachín de su barrio, el que quería tirarse a la Mati, la del tasco; que siempre le decía que así no iba a ninguna parte, que se confesara con él, que iba a ir al infierno, y todo eso… ¡Joder!, ¿cómo iba a dejar que se lo cargaran? Y ahora… Mira tú, ¡andá la hostia…!

2/6/10

Banderas victoriosas 6.

 

 

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6.

Méndez, aparte de ser de la Construcción, tenía otras inquietudes. Antes de la guerra era de los que aprovechaban la biblioteca de la Casa del Pueblo y se leía todo. No sólo cosas sobre Lenin y Marx, también novelas, libros de Historia, de Historia Natural… Le gustaba aprender. Además, por entonces todavía era eso que se llamaba un proletario consciente, y pensaba que era su deber hacerse una cultura; que la cultura no era sólo para los burgueses, que era necesaria para hacer la revolución. Es decir, que siempre intentaba aprender cosas nuevas. Decía que de todo se aprende.

Pero una cosa era aprender cosas nuevas y otra sentir el ridículo que sentía de rodillas al lado del páter tocando unas campanillas, también ridículas, mientras el cura levantaba una especie de galleta que decía que era su Dios, y todo el batallón tenía que ponerse de rodillas en el barro para adorar a la galleta. La verdad es que, si no fuera porque sabía que lo iban a fusilar cualquier día de éstos, le habría parecido hasta gracioso. Tal vez fuera eso, el saber que vivía con tiempo prestado, lo que le permitía mirar las cosas con distancia. Le daba la impresión de ver todo desde fuera: al páter hablando en Latín con su galleta, al hijoputa del capitán comiendo una galleta más pequeña con cara de no haber roto un plato en su vida, a un batallón entero de ateos cagándose en dios porque la humedad helada les penetraba por las rodillas a través del pantalón harapiento, al postrarse ante la sagrada galleta. Y todo al son de sus campanillas, ni siquiera de un cornetín.