30/12/09

Trastorno bipolar

Es un tema que siempre está en el candelero. Por ejemplo,  una secta muy poderosa y que sigue sin pagar impuestos, lo saca a la calle a cuento de la así llamada ley del aborto, antes con el matrimonio homosexual, o con la experimentación con células madre. En fin, es el tema del “Derecho natural”.

La idea de que existe algo que podríamos llamar “Derecho natural” (a efectos de abreviar, incluyo aquí el llamado “Derecho divino”) tiene muchos matices, aunque últimamente está bastante desprestigiada fuera de los ámbitos religiosos como, por ejemplo, todo el mundo islámico.

Hay muchos modos de enfocarlo. Uno, bastante frecuente, consiste en remontarse a un ser mitológico y omnisciente que, directa o indirectamente, inspira (o dicta) a un escritor un libro (por ejemplo, distintas versiones de la historia mítica de una tribu de beduinos sanguinarios sometidos a un dios psicópata) cuyo texto se considerará posteriormente verdad absoluta, y será interpretado de forma más o menos rocambolesca por sucesivas generaciones de exégetas que se prestigiarán  extrayendo del mismo las interpretaciones más peregrinas hasta generar un corpus doctrinal.

Los seguidores de dicho corpus doctrinal, considerarán natural imponer su vigencia a todo el mundo, de grado o por la fuerza, ya que se trata de La Verdad. Véase el asesinato de la neoplatónica Hipatia, remozada últimamente; las diversas quemas de la biblioteca de Alejandría o de otras menos famosas; Almanzor, los almorávides, las cruzadas, las persecuciones de los judíos, las diversas inquisiciones, los sacrificios humanos de los antiguos mexicanos, la conquista de América, las andanzas de Tamerlán, las brujas de Salem, la guerra de los 30 años o el nazismo. Los musulmanes, como llevan seiscientos años de retraso en su evolución religiosa, todavía andan por la época en que entre nosotros comenzaba a sistematizarse la Inquisición.

En fin: yo considero la religión   como una explicación del mundo más asequible que la ciencia y, por consiguiente, (en su acepción jerárquico-moral) más adecuada para el control del vulgo promiscuo. De momento, veo difícil que los defensores de la teoría de las supercuerdas lleven sus intentos de implantarla más allá de las intrigas departamentales en alguna facultad de Física. Claro, la ciencia es subversiva: hay que estudiar y cuesta trabajo entender las cosas; como ideología no vale.

A estas alturas, los partidarios de la Transubstanciación, como suelen vivir en una civilización decadente como la nuestra, o bien en otros territorios donde están en minoría, y ya no pueden socarrar a los que la ponen en duda, han de conformarse con manifestaciones públicas conforme a la denostada ley secular.

Mejor lo tienen los que saben que el Arcángel San Gabriel le dictó El Libro a Mahoma, por aquello de los seiscientos años que llevan de retraso. Ellos sí que pueden seguir lapidando, degollando o explosionando a sus conciudadanos recalcitrantes o, sencillamente, tibios, aunque –obsérvese- la matanza va desapareciendo de las instancias oficiales para ir pasando a instancias privadas y, últimamente, consideradas más bien rebeldes: el Islam también comienza su decadencia, camino que la Cristiandad ya tiene recorrido.

En fin, a efectos prácticos, la religión es una ideología. Electoralmente (en los sitios donde hay elecciones) se defienden supuestos valores porque se supone que dan votos, aunque quien esté en el mitin haya abortado o pagado abortos, sea promiscuo, homosexual, pederasta o se entregue habitualmente a genocidios espermáticos aunque sólo sean de índole psíquica y por tanto, íntima. Pero, bueno, ya lo explicó Nuestro Señor, que hay que hacer lo que dicen, no lo que hacen los sepulcros blanqueados.

Lo que es regocijante es que la irreligión militante actúa sobre sus adeptos más visibles exactamente igual, con la única diferencia, (en los últimos tiempos, ojo, que ya pasó la era de las revoluciones), de que tiende a actuar siguiendo las reglas del juego. El matrimonio homosexual, por ejemplo, aunque sea muy decadente (es la mar de decadente reconocer la realidad, es decir, que el 10% de los ciudadanos y ciudadanas son homosexuales), no es más que lógica constitucional, es decir, legislar para que todos los ciudadanos tengan iguales derechos, empezando (y acabando, claro está) por aquellos derechos que no tocan el bolsillo.

Son ideologías contrapuestas. La progre, a mi juicio, es mucho más adecuada al “liberalismo”, ya que contribuye notablemente a atomizar la sociedad, eliminando lazos familiares o de clan, reduciendo la resistencia a la frustración y produciendo especímenes débiles: mano de obra barata e indefensa, ya que no hay nada entre el individuo y las grandes empresas que dominan la sociedad. El progre no se considera parte de nada, ni de una “patria” –salvo que sea muy pequeña y manejable-, ni de una “historia” (id.) ni de una “tradición” (id.): es como un paracaidista recién caído de Melmak.

Por supuesto, la ideología progre, aunque afortunadamente no necesita sangre, puede ser –es- tan integrista como el más rancio catolicismo o islamismo, y comparte con ellos el ansia de prohibir cosas, ya sea fumar, ir a los toros, cazar, educar a los niños de forma sensata, llevar velo o poner cruces en sitios públicos, hacer la matanza o quesos artesanos y orujo casero. La última guinda es la penúltima reforma de nuestro Código Civil: si tu hijo te desobedece, no le puedes dar un sopapo; pero puedes llamar a la Policía. Es decir: se liquida la familia y se mete a esa “sociedad” o al Estado en tu casa una vez que tú –padre o madre- has sido desposeído formalmente de la autoridad que la Ley , natural y positiva, te confería.

Es decir: que esa ideología “progre”, ese “pensamiento blando”, no es ni más ni menos que la adaptación a los tiempos de las antiguas ideologías religiosas para seguir garantizando su principal finalidad: tenernos sujetos y que los que mandan sigan mandando.

Dicho todo esto, yo sí creo que existe algo que, metafóricamente, podríamos llamar “Derecho natural”, pero cuya base está en la Biología, y su exégesis en la Etología.

Es decir: el comportamiento de las especies tiende a la supervivencia: los comportamientos “buenos” para la supervivencia de la especie (de la especie, no del individuo) se mantienen, mientras que los “malos” se reprimen o desaparecen solos por extinción, natural o forzada de los individuos “malos”.

Por el momento –y digo “por el momento”- todas las culturas conservan un cuerpo de tabús más o menos comunes,  que regulan con pequeñas variaciones los comportamientos básicos y que, en general, coinciden con los diez mandamientos. Se trata de normas cuyo incumplimiento la suicida especie humana castiga a cuando se produce a pequeña escala y premia cuando se produce a gran escala. Obvio: para poder incumplirlas a gran escala hay que mandar mucho.

28/12/09

Lo que es el barrio (VI) Ventajas de la cosa multicultural

Esto lo escribí el día de Navidad, pero me había dado pereza colgarlo.


Estas fiestas ya no me dicen nada. Es verdad, no una pose. Me entusiasmaban cuando era pequeño y aún hoy, a veces, tengo un flashback cuando, por ejemplo, huelo a serrín y me vienen a la cabeza inconscientemente las Navidades de mi infancia: era el olor del Belén (poner el Belén era el acto más importante del año), pero son evocaciones de esos momentos dorados que tenemos todos.

Cuando llegan estos días me hartan por igual los que se empeñan frenéticamente en fingir que se lo pasan taaan bien con ocasión de los festejos y se empeñan en demostrártelo, y los que, año tras año, se empeñan en recordarnos que la Navidad es una orgía hipócrita y consumista. No soporto que me den el coñazo año tras año con lo mismo. Supongo que respeto a los que creen de verdad en Dios y en los acontecimientos del portal de Belén y hallan algún tipo de trascendencia en estas fechas que, para mí, no tienen nada de particular, salvo unos días de descanso que se agradecen. Bueno, los respeto si no me dan mucho el coñazo. Afortunadamente, mi familia es poco dada al folklore, así que, por ese lado, tampoco tengo muchos motivos de queja.

Lo que sí era motivo de queja era lo de salir a la calle el día 25 y encontrarme con que todo estaba cerrado. Y, cuando digo todo, quiero decir eso: todo. Ni periódico, ni cafelito, ni pan.

Pues bien, este año me he dado cuenta de que las cosas han cambiado.

Cuando anoche volví al barrio tras la cena familiar, andaba preocupado porque me había quedado sin tabaco, lo que significaba seguramente que no podría comprar hasta mediodía, salvo que me acercara al centro.

Pues no: a la 1 h., el bar de las dominicanas estaba abierto. Claro, ellas son muy católicas, pero como están lejos de la República y de la familia, se habían reunido a celebrar la Nochebuena en el bar y, ya que estás en el bar, ¿por qué no vas a abrirlo por si aparece algún desheredado de la fortuna a tomarse algo?

Esta mañana he salido a la calle con la relativa tranquilidad de esa media barra de pan que guardé ayer. Bueno, pues la guardaba innecesariamente. Todos los chinos están abiertos y, al menos dos, tienen un pan más o menos decente. Y leche también, bueno, y todas esas cosas que un “single” echa de menos el día de Navidad por la mañana y no tiene dónde comprar.

Pero es que no acaba ahí la cosa, porque también estaba abierta la frutería de chinos que acaban de abrir en el Paseo, donde estaba esa tienda de lámparas horrorosas donde nunca entraba nadie, y también la otra frutería de los bengalíes del kebab, que también está abierto para tomarse algo. Ahí me doy cuenta de que últimamente las fruterías estaban copadas por sudamericanos que también son  católicos o protestantes y cierran, pero los chinos y los musulmanes, no.

También estaba abierto desde por la mañana el restaurante chino bueno del Paseo, donde puedes tomar un café a esa hora, pero la guinda ha sido uno de los bares más graciosos en cuanto a la coincidencia navideña: los dueños son chinos (los mismos del todo a 100 de enfrente, también abierto, vaya usted a saber por qué) y, aunque llevan ya cerca de 20 años y son del barrio, o sea, que conocen a todo el mundo y hasta te fían, no por eso dejan de ser chinos, es decir, que el 25 de diciembre es un día como otro cualquiera. Como la cocinera es ucraniana y para ella la Navidad no es hasta dentro de unos días, y el camarero es marroquí, o sea, que también le da lo mismo, pues no ha habido ningún problema.

En resumidas cuentas, que este barrio sigue siendo la pera, pero el día de Navidad es mucho menos inhóspito para los descreídos madrugadores como yo.

15/12/09

Casamiento musulmán masivo en Gaza




casamiento-musulman 
Mientras  asistimos a los últimos actos de la huelga de hambre de Aminatu Haidar, os propongo un asunto que arrasa en los blogs liberales y en los correos masivos:


La “red” es el mejor propagador de bulos jamás inventado. Las maniobras de intoxicación de unos y otros han encontrado la caja de resonancia que el Dr.. Goebbels habría soñado. Claro, que tal capacidad se debe en gran medida a que a todos nos gusta considerarnos muy listos y a la posibilidad de encontrar “noticias” o interpretaciones de las noticias a medida de nuestros gustos, adaptadas a nuestras preferencias o fanatismos personales.

Uno de los últimos bulos exitosos ha sido esta noticia, iniciada en determinado “medio digital” y que rápidamente se propagó a otros que también se caracterizan por lo que eufemísticamente podríamos denominar escaso rigor en confirmar las fuentes y, de ellos, a la blogosfera, que como todos sabemos es estupenda para propagar la intoxicación.

La noticia es la siguiente: En Gaza se produjo, bajo el patrocinio de Hamás un “casamiento musulmán masivo” en el que se casaron más de 400 niñas menores de 10 años con hombres adultos. Hamás habría organizado el evento como muestra de afirmación contra Occidente y habría pagado a los novios 400 euros por pareja. La noticia va a acompañada de un reportaje fotográfico que muestra a hombres adultos con niñas vestidas de novia y maqueadas. El texto está lleno de las habituales barbaridades relacionando Islam con clitorectomía y demás.

tizas hamas

La reacción ha sido la esperada: propagación masiva del bulo. Hay mucha gente deseando mostrar (y creerse) lo malos que son los moros. Aparte de enlaces a alguna “fuente” en la que se recogía el bulo encontrados en blogs por los que paso, he recibido no sé cuántos correos con enlace a la “noticia”.

Lo que realmente ocurrió es una boda de adultos. La participación de Hamás proviene de que la boda era con viudas de fallecidos debido a la represión israelí y aledaños. Las niñas son las hijas de las viudas, todas ellas más o menos adultas. Lo que se da es la obligación de los hermanos del muerto de hacerse cargo de su familia; lo mismito que entre los judíos, como puede apreciarse en la Biblia, en el episodio de los hijos de Judá (episodio que, por otra parte, dio origen al término “onanismo”, por Onán, hijo de Judá, que practicaba el coitus interruptus.):

rteve hamas


En la mayor parte de las webs que dieron a conocer la “noticia”, ya se ha eliminado, sin dar más explicaciones; por ejemplo, aquí:
y aquí:

Pero algunas otras, más decentes, se disculpan con sus lectores, como ésta:

Aquí viene la cosa bastante bien explicada:

Como dato curioso, el enlace que me ha llegado en muchos correos de lectores y lectoras indignados e indignadas por la perfidia musulmana, siempre se hace mención a un “casamiento musulmán masivo”. Si buscamos esa cadena en google, nos sale esto:

Porque si, sencillamente y de acuerdo con el español normal ponemos “boda musulmana masiva”, nos sale esto otro:
http://www.google.es/search?hl=es&client=firefox-a&channel=s&rls=org.mozilla%3Aes-ES%3Aofficial&hs=i9Z&q=una+boda+para+cien+viudas+de+hamas&btnG=Buscar&meta=
En fin, que no os creáis que todo lo que os gustaría que fuera cierto lo es.


Colofón: Cui prodest…

9/12/09

Aminatu Haidar

Estos días acapara portadas una señora saharaui que se ha puesto en huelga de hambre. Se trata de una activista en pro de la independencia del Sahara Occidental con un tétrico historial de prisión y tortura a manos de las autoridades marroquíes, a quien Marruecos negó la entrada en El Aaiun por poner en un impreso que su nacionalidad era “saharaui”. Devuelta a España, parece ser que alguien tomó la decisión de permitirla subir al avión de vuelta y entrar en territorio nacional sin documentación de viaje, ya que su pasaporte le había sido retenido por la gendarmería marroquí. Me creo que quien fuera lo hizo por motivos de lo más “humanitario”.

Independientemente de la regularidad o no de su entrada en España (ya que, aunque no traía pasaporte, parece que sí que tenía permiso de residencia, por lo que se le podía permitir la entrada según el art. 25 de la Ley de Extranjería), lo pintoresco de este asunto es su actuación posterior.

En todos los medios de comunicación aparece que esta señora se ha puesto en huelga de hambre para presionar… al Gobierno español. La causa saharaui cuenta con muchas simpatías aquí por motivos evidentes. Cuenta incluso con las mías. Pero el circo mediático que han organizado los más preclaros exponentes de La Ceja, también contra el Gobierno español, no deja de sorprenderme.

Esta señora tiene un problema con Marruecos. Lo que ocurre es que, como sabe perfectamente que el Gobierno marroquí no la va a hacer ni puñetero caso y que le importa un pimiento que se muera (menos aún, si se muere en Canarias), dirige su acción contra nuestro Gobierno, que es más sensible.

Obviamente, la actuación marroquí es impresentable, pero no más de lo habitual; la novedad es que esta señora se dedica a exigir al Gobierno español algo que no está en sus manos concederle, es decir, que Marruecos la readmita como saharaui. No sé qué pretende, ni qué pretenden los mediáticos de izquierdas como la Bardem o Saramago, ¿que España invada Marruecos e independice el Sahara?

No entiendo nada. Eso sí, se están jodiendo nuevamente las relaciones con Marruecos y todo aquél que quiere meterse con el Gobierno, por la izquierda o por la derecha, tiene un nuevo titular disponible. Como siempre, se dan vueltas en torno al problema central: que, por más que nuestro humanitario Gobierno la haya ofrecido todas las opciones que está en su mano realizar, incluso concederla la nacionalidad española (algo a lo que, como saharaui ex-ciudadana española tiene derecho, por otra parte), ella no se conforma, porque quiere un imposible.

Supongo que el único motivo es salir en los medios y recordar la situación del Sahara, pero más allá de la responsabilidad histórica de España en la miserable venta del pueblo saharaui a Hassán II (en un momento en que no podía hacer otra cosa salvo ir a una guerra desastrosa en defensa de nada, ya que ni los saharauis nos querían allí), mi modesta opinión es que podía ir a otra parte a tocar los cojones.


Colofón (por el momento): A juzgar por las últimas noticias, parece que Moratinos ha estado haciendo horas extraordinarias: "presiones" de la ONU, de la UE y de Clinton. Veremos. Estas cosas se hacen discretamente, hombres de Dios... lo que no pueden hacer ahora es poner a Mohamed en la tesitura de tener que bajarse los pantalones delante de toda la "comunidad internacional".

1/12/09

Lo que es el barrio (V) Peleas y 2. El factor Piolet.


El escenario de los hechos: Zona de CHSF en la barra del Enredos (al fondo, la puerta del cuartito)
 
La primera pelea que recuerdo en nuestro añorado Enredos me dejó fatal. Me dejó fatal porque me desmintió, no vayáis a creer que yo soy uno de esos seres sensibles que se depilan,  usan cosméticos para “hombres” y lucen una barba impecable de tres días (señal inequívoca de que follan poco)

Piolet acababa de venirse a vivir al barrio y, claro, lo primero era conocer el Enredos. Me preguntó que si era un sitio chungo (en aquel tiempo, el barrio aún conservaba algo de su antigua y bien ganada fama). Le dije que no, que era un sitio muy tranquilo.

Bueno, pues dicho y desmentido. Ipso facto. Acababa de presentarle a Arturo y estábamos brindando por una saludable estancia en la Transmanzanaria, cuando empiezan a oírse gritos en la puerta, gritos que degeneran en tumulto y, del tumulto, sale disparado el Escayolo, un cliente esporádico bastante bolinga, que al grito de 

-- ¡Me quiere matar, me quiere matar!"

atraviesa el bar, pasa como un rayo a nuestro lado y se hace fuerte en el cuartito.

Arturo sale de la barra y empieza a aporrear la puerta.

Arturo: Escayolo, sal.

Escayolo: Ni de coña, que ese tío me quiere matar.

Arturo: Que no te quiere matar. Sal.

Escayolo: Que sí, que me mata, que está muy loco, que no salgo.

Arturo: Que salgas, cagoendiós.

Escayolo: Que no.

A todo esto, M***, que era quien supuestamente quería matar al Escayolo, hace su entrada en el bar, con el cubata en la mano y escoltado por una multitud apaciguante.

M*** parece calmado. Arturo inquiere:

Arturo: M***, ¿a que no vas a matar al Escayolo?

M***: No, que le den por culo. Yo estoy muy tranquilo.

Arturo (al Escayolo): ¿Ves? Sal.

Escayolo: No he oído nada, que ese tío está muy loco.

Arturo: M***, dile al Escayolo que no le quieres matar y que salga de una puta vez.

M*** (alto y claro): ¡Que no! ¿Para qué voy a matar a ese mierda?

Arturo: ¿Ves? Sal ya, joder.


Aquí es preciso hacer un inciso para los que no tuvieron la fortuna de conocer el Enredos en todo su esplendor:

El cuartito, estaba al fondo, entre la barra y el water de chicas. Y el trozo de barra reservado para los CHSF (que ahora custodia Capazorros en su búnker) estaba entre el cuartito y la puerta. En la cabecera de este  postio puede apreciarse bastante bien. La puerta estaba en el punto de vista del lector.


Bueno, ahí estábamos Piolet y yo.


El Escayolo abre la puerta y asoma tímidamente la cabeza.

No pasa nada.

Sale. Sigue sin pasar nada.

De pronto, M*** debe considerar que ya lo tiene a tiro y le lanza el cubata, que pasa entre Piolet y Pcbcarp, con tan mala fortuna que, en su trayectoria, salpica la chaqueta de Piolet.

Al cubata le sigue en tromba el propio M***, sediento de la sangre y las vísceras del Escayolo, arrastrando en su pos a la multitud apaciguante, que no logra hacerse con él (es que es muy grande)

Se lía la de dios. Piolet me mira interrogativo, con esa expresión tan suya de alzar la ceja en plan Sr. Spock y me dice:

-- Tú me dirás a quién tengo que pegar, que yo no conozco a nadie.

Yo, me quito las gafas y me las guardo en el bolsillo mientras le contesto que puede meterle a cualquiera, menos a Arturo y a mí.

Mientras tanto –sólo han pasado unos segundos- se ha formado a nuestro lado una melée de brazos que intentan sujetar puños que no alcanzan su objetivo.

Manolo, el camello jefe de zona por aquel entonces, se mete a poner paces, confiando en su autoridad. En aquellos días aún estaba en forma, y faltaban unos años tpara que Arturo le prohibiera definitivamente la entrada, no ya por ir con pistola a su bar, sino por aquella vez que, encima, le pegó un tiro en el culo a uno después de salir. (Estaban todos bastante pedos, todo hay que decirlo)


Bueno, Manolo lo intenta, pero M*** está fuera de sí y Manolo se lleva un sopapo perdido.

Se hace un breve silencio (no olvidemos que, además de camello en jefe, Manolo era de esos tíos que se habían pasado media vida en el talego) El silencio lo rompe Manolo, que ladra:

--¡Cagüendiós!¡Vale ya! ¡Todos castigaos una semana!

Mano de santo, oye. Problema resuelto: todos sonrientes, dándose palmaditas unos a otros. Jijiji, si era broma, ¿Verdad, Escayolo? Verdad, verdad.

Todo va bien, todo resuelto. Pax.

Escayolo aprovecha para huir. M*** sale a la calle acompañado de sus colegas, comentando la jugada. Todo ha terminado.

¿Todo? No. Porque aún quedaba un Piolet irreductible que resistía entonces y siempre a los malos modos.

Piolet (a Pcbcarp): Ese tipo me ha manchado la chaqueta cuando le ha tirado el cubata al Escayolo.

Pcbcarp: ¿Y qué vas a hacer?

Piolet: Mear mi esquina. 

Piolet, pues, sonríe –tétrico- y sale en pos de M***.

A estas alturas, M*** y sus colegas, no sólo comentan la jugada, sino que ya la están versionando entre grandes risas, construyendo el relato que legarán a la posteridad. Pero… no contaban con un nuevo factor en escena: el factor Piolet.

Piolet sale a la calle, muy calmado, y se dirige al grupito:

Piolet: M***, ¿verdad?

M***: Sí, ¿qué pasa?

Piolet: Me has manchado la chaqueta cuando le has tirado el cubata al escayolo.


Silencio sepulcral. Gasp.


M***: Pues tío, no haberte puesto en medio.

Piolet: No me he puesto en medio. Tú has tirado una copa al Escayolo y me has manchado la chaqueta.


Silencio atroz y expectante entre la concurrencia. Ya hay un corrillo.


M***: Bueno tío, ¿y qué quieres que le haga yo?

Piolet: Quiero que te disculpes formalmente.


Murmullos de auténtico horror entre el público. Estupor.


M***: ¿Que me…? ¡Tío, tú estás de coña!

Piolet: No. Sólo quiero que te disculpes formalmente. [pausa técnica] No es difícil.


Los menos amigos empiezan a poner tierra por medio.

Durante unos segundos, M*** calibra la enormidad de lo que le está sucediendo. Evita la mirada muerta de Piolet.

Humilla.

-- Bueno… pues… medisculpoformalmente.

-- Vale. – Piolet le tiende la mano a M***, que se la estrecha atónito.

Un suspiro de relajación recorre la acera. Piolet y yo volvemos a nuestro sitio en la barra. Arturo nos mira y me pregunta:

-- ¿Este tío es amigo tuyo?

-- Pues sí.

Pero eso ya es otra historia.

Epílogo: Al día siguiente, Manolo y yo nos encontramos en el Enredos. Su comentario: "Oye, Don Pcbcarp, ese amigo tuyo de la barba [Piolet] debe dar unas hostias como panes, ¿que no?"

24/11/09

El búnker de Conil (XII)

El relato entero está en el almacén de la barra virtual


El capitán De la Cuesta Paseaba por la chabola con los pulgares metidos en el cinturón y dando caladas al pitillo cuando Cano entró. Los oficiales y sargentos estaban de pie, fumando mientras le esperaban. El capitán le hizo un gesto de reconocimiento y apoyó los nudillos en la mesa.

-- Bueno. Pues ya está. De momento no hay desembarco, ni nada. Dice el coronel que ya no estamos en alerta, que no van a venir.

Lo decía como cabreado.

-- Así que, nada: vida normal. Que la gente descanse y que se relaje.

Cuando Cano fue a salir, después de los oficiales, le agarró de la manga para retenerlo.

-- Carlos, tenéis tres días de permiso tú y tu gente. Y puedes olvidarte del puto búnker.

El capitán esbozaba un rictus facial que trataba de recordar una sonrisa. Parecido al que distendió los rasgos del sargento. Cano dudó un momento.

-- Mi capitán… ¿Qué coño ha pasado?

Muchos años después, el general De la Cuesta sabría que aquellos días la diplomacia británica había estado haciendo horas extras hasta convencer a Franco de que lo más práctico era llevarse bien, salvo que pensara que podía seguir al mando después de perder Canarias y de que su hambrienta y arruinada España se quedara sin petróleo ni cereal. Y que esos tejemanejes de los políticos les habían salvado el pellejo. Pero aún estaban en noviembre del 42 y era sólo capitán. Los capitanes no saben esas cosas.

-- Ni puta idea.

Cano saludó y salió.

Mientras bajaba hacia la playa por última vez, con las manos apoyadas en el naranjero colgado del pescuezo, pensando en darse una vuelta por Barbate, vio al Ingeniero, con los demás presos y sus palas.

Se miraron. Cano negó con la cabeza sin poder quitarse la mueca sonriente de los labios.

-- Otra vez será.



Fin

16/11/09

El búnker de Conil (XI)

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11

El sargento Cano estaba hasta los cojones, todo hay que decirlo: él era un sargento de Infantería como Dios manda, pero llevaba todo el día con el casco puesto mientras imaginaba todas las cosas espantosas posibles que le podían pasar, percatándose de todos los ángulos muertos que hasta ese momento no había visto, de todo lo que no se había hecho mientras aún había tiempo (típico español, pensaba). Por pensar, pensaba hasta en las noticias del ABC o del Arriba del día siguiente. Bueno, si había noticias que la censura considerase oportuno que se contaran. Desde luego, nadie iba a hablar de un pelotón de ametralladoras achicharrado en su búnker en un sitio llamado Conil de la Frontera, provincia de Cádiz, famoso por sus atunes aunque sin putas. Al pobre sargento Cano no se le quitaban de la cabeza los lanzallamas.

Y todo el día con el casco puesto viendo pasar los barcos. Curioso. Cuando estaban en el Wolchow, el casco era lo normal, ni notaba el peso: sin casco se habría sentido desnudo. Ahora le jodía un huevo llevarlo.

Hacía un par de horas, dos Spitfire ingleses habían volado muy cerca de su playa. Se habían paseado sin que nadie los molestara y se habían vuelto por donde habían venido, hacia Gibraltar. Luego vinieron dos Heinkel nuestros a echar un ojo muy prudente.

Y los barcos seguían pasando, sin que pasara nada. Había bajado el teniente.

-- Cano, para mí que éstos van directos a Gibraltar.

-- Puede ser, mi teniente.

Y así todo el día. Y la noche. Y los chicos en las ametralladoras, mirando. Ya no se le ocurría qué más cosas mandarles. Organizó las guardias, que había que dormir, no fuera a ser que les diera por desembarcar al amanecer, como en los manuales.

Y pasó la noche. Se había quedado dormido sin darse cuenta. Le despertó un toque temeroso en el hombro.

-- Mi sargento…

El cabo Expósito le tendió los gemelos mientras le señalaba la tronera, o sea, el mar. Miró. No había nada, salvo agua. Ni barcos, ni nada: se habían ido. O eso parecía. Sonó el teléfono.

-- Mi sargento, el teniente.

-- A sus órdenes, mi teniente.

-- Cano, que os estéis tranquilos, que parece que no va a haber nada.

-- ¿Cómo dice, mi teniente?

-- Que te puedes quitar el casco, hombre. –En la voz del teniente se notaba un alivio total, como de resucitado- Súbete para la compañía.

-- A sus órdenes, mi teniente.

 

13/11/09

El búnker de Conil (X)

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10
El sargento Cano saltó del catre y echó mano al naranjero. Justo a tiempo de oír , ya en pie, al imaginaria vociferando:

-- ¡Generala, generala!

Arriba, en la Compañía, se oía la corneta tocando generala. No se oía muy fuerte, pero el ta tatá tatá tatararataratatá había bastado para hacerle saltar.

-- ¡Arriba todos, me cago en el puto Dios! ¡A las máquinas!

Todos los fusileros se lanzaron al piso de abajo con las botas a medio poner y las trinchas colgando mientras sonaba el teléfono con timbrazos histéricos.

Montoya, asomado a una tronera, miraba el mar que amanecía:

-- Mi sargento…

Cano se acercó, cogió los gemelos y miró.

-- La madre de Dios…

El mar estaba lleno de barcos.




Hizo un gesto a Montoya, que le acercó el teléfono.

-- Lo estoy viendo, mi teniente. La hostia.

La voz del teniente le llegó, levemente temblorosa.

-- Ya. Oye, Cano, que bajan dos de morteros a poner los jalones, que nos los acaba de traer una camioneta, no les vayáis a pegar un tiro.

-- No se preocupe, mi teniente. ¿Manda alguna cosa más?

-- No. Suerte.

Colgó.

Cano volvió a mirar al mar. En el horizonte había cientos de barcos. Un huevo de transportes. Destructores, cruceros… Joder, joder…

-- ¡Expósito!

-- ¡Sus órdenes, mi sargento! –La voz del cabo llegó desde abajo.

-- Revista de armas. Ya.

-- ¡Sus órdenes, mi sargento! ¡A ver, revista de armas!

Cano bajó al piso inferior. Los fusileros le presentaron los mosquetones en plan ordenanzas. Hasta Montoya.

Las armas estaban impecables. Se suponía que los servidores de las ametralladoras llevaban pistola, pero como no había pistolas, seguían con sus máusers. Cano se alegraba. Otra cosa habría sido acarrear las máquinas por el monte, pero ahí, en el búnker el peso no importaba, Y dónde va a parar una pipa con un máuser.

Revisó las ametralladoras. Todo perfecto. Asintió con gesto satisfecho. Sacó el machete y abrió una caja de granadas.

-- Fijaros bien.

Cogió un saco pequeño que había dejado al lado de la caja de granadas: estaba lleno de puntas de tapicero. Sacó también un rollo de esparadrapo, cortó un trozo más o menos largo y lo llenó de puntas. Luego, enrolló el esparadrapo alrededor de la granada.

-- ¿Habéis visto? esta mierda de granadas ofensivas no valen para nada, pero con los clavos joden mucho más. ¿Visto?

-- Sí, mi sargento.

-- Pues hala. Tú, Ascanio, y tú, López, a forrarlas todas.

Cogió el naranjero y salió del búnker, a la luz del sol que asomaba. Quería respirar antes de encerrarse ahí dentro y acabar asfixiado de olor a pólvora y ruido. Por el camino del acantilado bajaban dos guripas tambaleándose con unos haces de palos a la espalda, como de dos metros, pintados de rojo y blanco, que les iban dando en el casco –clon, clon- a cada paso. Salió a su encuentro.

-- ¿Sabéis dónde tenéis que ponerlos?

-- Sus órdenes mi sargento. No, mi sargento.

-- Venid conmigo. – Caminaron hacia la playa- Mirad: ¿Veis esos montones de piedras? –señaló tres líneas de hitos hechos de piedras, a intervalos regulares, que se adentraban en el mar- Pues un palo en cada montón. Pero quitaros las botas, que os las vais a joder más con el agua. Daros prisa.

-- Sus órdenes.

Cano miró, con las manos apoyadas en el subfusil colgado del cuello, cómo iban plantando los jalones que servirían para graduar el tiro de los morteros sobre la supuesta zona de desembarco. Miró al horizonte, todos esos barcos. Parecía que estaban de turismo. Ni disparaban, ni se daban prisa. Ni nada de lanchas de desembarco. Cogió los prismáticos, se echó el casco para atrás y observó la flota aliada. No había visto tantos barcos juntos en su puta vida. Pronto estarían al alcance de los treinta y ocho con uno. Aunque sabía que tenían acorazados con cañones del cuarenta y tantos que podían borrar Conil del mapa en un pis pas, no vio ninguno de esos. Estarían más lejos, mar adentro, con los portaaviones. Oyó pisadas a su espalda y se volvió. Venían el capitán y el teniente Ortiz, el que habría desembarcado por Huelva, que mandaba la sección de armas.

-- A sus órdenes, mi capitán.

El capitán le hizo seña de que bajara la mano. El teniente Ortiz se acercó a sus hombres para asegurarse de que los jalones los ponían en su sitio y que los plantaban de forma que no se los llevara el mar.

-- Ya está liada, Carlitos.

El capitán sólo le llamaba Carlitos cuando la cosa andaba jodida.

-- Eso parece, mi capitán.

El capitán le tendió la mano.

-- No sé qué va a pasar a partir de ahora, pero…

Cano estrechó la mano que le tendían.

-- Ya, ya, mi capitán.

El capitán se dio la vuelta bruscamente y tomó el camino del acantilado, ajustándose el casco. Cano no le había visto con el casco en la cabeza desde Rusia. Se volvió al búnker. Los chavales estarían acojonados y no era cosa de dejarlos solos tanto tiempo.

-- Expósito.

-- Sus órdenes, mi sargento.

-- Coge los gemelos y mira que los jalones estén en su sitio. Los nuestros, ¿eh?

El cabo Expósito se puso a comprobar que las pequeñas estacas clavadas en la playa para estimar la distancia de tiro de las ametralladoras estaban todas. Se trataba de que estuvieran ocupados.

--López y López bis.

-- Sus órdenes, mi sargento.

-- ¿Está encintada toda la munición?

-- Toda la que cabe en las cintas, mi sargento.

-- Repasadla. No quiero interrupciones en medio del follón. 

 Montoya, llama a la compañía y que nos manden unos rojos con agua para rellenar el bidón, que parece que se les ha olvidado.

-- Sus órdenes, mi sargento. ¿Les pido vino también, mi sargento?

-- Déjate de cachondeos… bueno, sí, qué coño, a ver si cuela.

Y así a todos. Antes de la batalla lo peor es tener tiempo de pensar.

Cano se subió al techo del búnker para ver mejor y enfocó otra vez los prismáticos hacia la flota. Se estaban moviendo hacia el Estrecho. Había tantos barcos que pensó que era un efecto óptico. Pero no, es que venían más. Se oyó ruido de aviones.

-- ¡Dos Heinkel-51, mi sargento!

El cabo Expósito.

-- Ahora no, Expósito, hombre.

En efecto, dos He-51, biplanos que ya estaban anticuados al empezar la guerra civil. Iban hacia la flota. Cano los enfocó. Pensó que volaban demasiado bajo; pero, al fin y al cabo, tampoco se les podía pedir mucho. Se fueron acercando a los barcos con su bordoneo habitual. Cano miró más abajo. De pronto, vio a través de los gemelos una sucesión de fogonazos en varios de los barcos. Se formaron unas nubecitas en el cielo, cerca de los aviones, que rompieron la formación. Entonces le llegó, lejano, el estampido de los cañonazos. Los aviones continuaron revoloteando ante la flota enemiga y otros barcos se unieron al concierto antiaéreo, llenando el cielo de más nubecitas, hasta que ambos aparatos se dieron la vuelta y se volvieron por donde habían venido.

Cuando dejó los prismáticos, Cano se dio cuenta de que en la rampa del búnker estaba el Ingeniero, con otro rojo, mirando también los aviones.

-- ¿Qué coño haces tú aquí?

-- A sus órdenes, mi sargento. El agua. –Señaló un bidón grande cortado por arriba, lleno.

Al sargento le dio la impresión de que el Ingeniero estaba contento. No sonreía, pero se le notaban las ganas. Bajó a la rampa.

-- Ahí los tienes. – El Ingeniero asintió, tratando de no mostrar ninguna emoción- Y ahora, ¿qué?

-- No sé, mi sargento.

Venga, se acabó el circo. Meted eso en el búnker y largaros.

12/11/09

El búnker de Conil (IX)

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9



A la hora de cenar, el sargento Cano sacó de su petate tres latas de sardinas y una botella de vino casi llena. Se las alargó al cabo Expósito. Los otros ocho fusileros, Felisardo, Galindo, Montoya, Pupi, López, López bis, Ascanio y Martínez, estaban sentados en los catres perdiendo el tiempo con aire muy activo.

-- Vamos a hacer una fiesta. Las tenía guardadas para hoy, que es mi cumpleaños.

-- Felicidades, mi sargento.

-- Venga, a ver, ¿qué guarrería nos han traído hoy los rancheros?

Uno de los soldados acercó la perola con la cena. Nada apetitosa, la verdad. Cada uno cogió su medio chusco de pan y su jarro. Expósito abrió las latas de sardinas y echó su contenido en un plato de peltre, cuidando de que cayera hasta la última gota de aceite, que las sardinas en aceite tienen mucho fósforo.

Comieron en silencio, rebañando con el pan hasta dejar el plato reluciente. La verdad es que las raciones del Ejército eran muy saludables para prevenir la obesidad entre la tropa.

-- Mi sargento, este vino está de puta madre.

-- Nos ha jodido, es de la cantina de oficiales. Así que bebéroslo despacio, que no vais a catar nada mejor en lo que os queda de mili.
La verdad es que el sargento Cano había pensado redondear la jugada trayéndose a una chavala para que los chicos pudieran desfogarse un poco, que los pobres se le estaban matando a pajas. Pero había tenido que desistir. Su amigo de Intendencia se lo había dejado claro.

-- ¡Puff…! Ni lo sueñes, Canito. Para conseguir putas te tienes que ir a Barbate. Ahí, en Conil, no tienen.

-- No me jodas.

-- Lo que yo te diga. Y suerte tenemos que no anda por aquí la Legión, que, si no, ni en Barbate.

Así pues, desistió de la idea; cosa que, en el fondo, agradeció, que tampoco andaba sobrado de dinero, y una cosa era atender las necesidades de la tropa y otra enfrentarse a la indigencia.

-- Los lejías si que controlan estas cosas. ¿Sabes que la Legión Francesa tiene una cosa que son los B.M.C.?

-- ¿Bemecé?

-- Burdel Móvil de Campaña –explicó el brigada de Intendencia con aire suficiente- Esos tíos son la hostia.

-- Joder, sí.

Estas cosas, y otras peores, las recordaba el sargento Cano mientras echaba un pitillo en la playa, junto al búnker. A su espalda, oía cantar a los chavales. Ahora cantaba Montoya. El tal Montoya era un punto de cuidado, de la misma Isla. Absolutamente refractario a la disciplina militar y acreedor permanente de las legendarias hostias del sargento Cano. Pero, bueno, se le perdonaban muchas cosas por su acreditada habilidad para encontrarse por ahí, de puta chiripa, claro, cosas de comer, por lo general con plumas. Y la verdad es que cantaba bien, y cocinaba mejor con los pocos recursos a su alcance. Ahora, después de varios rumba la rumba la rumban ban, se estaba arrancando por bulerías. Bueno, el sargento Cano, que era –digámoslo de una vez- de Segovia, no entendía mucho de Cante, pero podían ser bulerías perfectamente. Además, el Montoya había revelado tener una puntería de la hostia. Y eso lo respetaba mucho el sargento Cano, a la gente con buena puntería.

11/11/09

El búnker de Conil (VIII)



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8.

El sargento Cano volvía para su búnker caminando, con las manos apoyadas en el naranjero que llevaba sobre el pecho, colgado del cuello. Los rojos hacían como que cavaban mientras, a cada poco, echaban miradas al mar. El Ingeniero ni hacía que cavaba. Se limitaba a mirar. Cano lo llamó:

-- ¡Ingeniero!

-- A sus órdenes, mi sargento.

Cano le hizo seña de que se acercara. Se acercó. Cano se echó el naranjero a la espalda y le tendió el tabaco. Por un momento, el preso dudó. Cano pensó que, después de lo de aquel día en la playa, le iba a decir que ya no fumaba. Y es verdad que estuvo a punto; pero estiró la mano y cogió un pellizco. El sargento, sintiendo una mínima victoria, le acercó el librillo.

-- Gracias, mi sargento.

-- Oye, Ingeniero, ¿de verdad tenéis tantas ganas de que lleguen los americanos? No, tranquilo, entre tú y yo (estuvo a punto de decir: “de sargento a sargento”, pero se contuvo)

-- Mi sargento… es difícil de…

-- Pues dime.

-- Verá… aquí no se está tan mal. Ya ve que, la verdad, no damos un palo al agua. Pero si usted hubiera visto… no sé, los sitios donde he estado desde el treinta y nueve… No se puede usted hacer una idea… No sabe usted.

-- Ni quiero saberlo.

-- Yo en el treinta y nueve acabé mandando una compañía, mi sargento. No quedaban oficiales.

-- Yo también, ¿y qué más?

-- Me hirieron al final. Por eso no me pude pirar a Francia. Estaba en el hospital cuando llegaron los de Regulares. Entró un oficial borracho perdido dando gritos y luego los moros degollaron a todos los heridos. Yo conseguí saltar por la ventana, hecho polvo como estaba. Como andaban muy ocupados follándose a las tres enfermeras que se habían quedado a cuidarnos, pasaron de mí.

-- Eso es propaganda roja.

-- No, mi sargento. Yo estaba allí. Oía los gritos desde unos matojos donde me escondí.

-- El Ejército nacional no hace eso.

-- Sí, mi sargento. Todos los ejércitos acaban haciendo eso. Usted lo sabe. Tuve la puta suerte de que apareció un teniente de Infantería con unos fusileros y se liaron a tiros con los moros, cosa que me extrañó un huevo, la verdad. Debía ser recién salido. Si no es por eso, yo no estaba aquí. Pero a mis compañeros ya les habían cortado los cojones a todos. Y las enfermeras, ni le cuento.

Cano siguió callado. Eso, desde luego, sabía que era verdad.

-- Mi sargento, verá, hay gente que estuvo en un lado o en otro según le pilló la Guerra. Yo… –miró a Cano mientras se liaba el pitillo- Yo ya era de la UGT antes de la Guerra. Lo que pasa es que, como soy un gilipollas, estoy aquí en vez de estar, no sé… en Méjico. Los compañeros creen que cuando vengan los americanos se va a dar la vuelta la tortilla. Pero yo sé que a los pringados como nosotros nos va a dar igual. Además, qué hostias, yo no sé Inglés.

--Yo sí: yes y güi.

-- Güi es Francés.

-- ¿Ves?, pues ya sé dos idiomas.

-- Es más viejo que la tos, mi sargento.

-- Como nosotros, cacho capullo.

10/11/09

El búnker de Conil (VII)

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7.

El cabo Expósito estaba subido en el techo del búnker mirando el mar con los gemelos. La cosa debía de estar jodida, porque hacía tres días que el sargento les había dicho que, a partir de ahora, con el casco puesto todo el rato. También les habían bajado más cajas de munición para las máquinas y cañones de respeto (que es la manera militar de decir repuesto). Hasta una caja de granadas les habían traído. Además, ya era noviembre y el mar estaba revuelto.

No se veía nada, más allá de los barquitos de costumbre. Pasó un biplano volando bajo.

-- ¿Qué avión es? – Era el sargento.

-- ¡Un Heinkel 51, alias pavipollo, mi sargento!

-- Ahí te has pasado de listo. El pavipollo es otro.

-- Pero es un Heinkel, ¿verdad, mi sargento? – preguntó el cabo Expósito, angustiado.

-- Sí, hombre, pero ese no tiene mote, que yo sepa, vete a saber por qué – respondió el capitán.

-- Gra… Gracias, mi capitán –musitó el cabo, aterrado, ya que el capitán, que, como todo el mundo sabe, en su compañía es Dios, le había hablado por primera vez en su vida.

-- Ni gracias ni perdón: a la orden- habló por segunda vez La Voz de Dios.

Cano estaba en la rampa de entrada, hablando con el capitán y su teniente, que también miraban al avión. Cuando pasaba alguno, si conocía el modelo, se lo decía al cabo Expósito. Aparte de porque sabía que le gustaba conocer los aviones, porque, como cabo, era su obligación saberlos para identificar los materiales cuando fuera necesario, para informar y tal. Por eso le examinaba cada vez.

El caza se adentró en el mar con un bordoneo cada vez más lejano. El cabo Expósito lo enfocó con los prismáticos a tiempo de distinguir la cruz de San Andrés en la cola. La verdad es que parecía la mar de antiguo en comparación con los cazas alemanes, los Messerschmitt que salían en el Signal. El cabo Expósito no entendía por qué Franco no hacía aviones de esos. El sargento le había dicho que sí teníamos Messerschmitt, pero el cabo expósito nunca había visto uno.

Arriba, en el acantilado, los presos republicanos también miraban al avión que se alejaba sobre el mar.

El sargento Cano y los oficiales tomaron el camino del acantilado. El cabo Expósito se dio cuenta de que el teniente llevaba el casco colgado del cinturón, a la alemana, como el capitán y el sargento. Y un naranjero al hombro. El sargento lo llevaba siempre –había que estar a todas- pero al teniente era la primera vez que lo veía con subfusil. También llevaba cartucheras para los cargadores.

El cabo Expósito notaba que las cosas se estaban poniendo jodidas. No sabía muy bien qué pasaba, pero lo de tener que llevar el casco puesto todo el santo día se encargaba de recordárselo. Y eso que no sabía, cosa que sus superiores sí, que los aviones que pasaban mañana y tarde yendo y viniendo del mar, andaban buscando la flota aliada.

Cano y los oficiales llegaron arriba. la trinchera que semanas antes estaban encofrando, se había convertido en un abrigo supuestamente a prueba de bombas con techo abovedado de cemento. A su alrededor, a distancia razonable del borde, había pozos de tirador, invisibles desde abajo, o para quien subiera por ahí después de haberse follado el búnker. A su izquierda, los de la segunda sección tendían alambradas. Unos cuantos presos, a los que aparentemente no vigilaba nadie, estaban apoyados en sus palas mirando hacia el mar muy interesados. El capitán les dio una voz:

-- ¡Vosotros! ¿No tenéis nada que hacer?

Inmediatamente, los presos volvieron a mostrar una inactividad frenética.

-- Esos no piensan ya más que en los americanos. No me fío, no me fío un pelo… –dijo el capitán, como hablándose a sí mismo.

5/11/09

El búnker de Conil (VI)


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6


-- Vamos a ver, Cano, – Cano reescribía el parte – ya está. No te compliques más.

-- Mi capitán, las cosas hay que hacerlas bien.

-- Era un rojo que se fugaba. Hiciste lo que había que hacer.

-- Mi capitán, yo soy militar. Esto es el Ejército español, no la cheka.

-- Tú mismo.

Mientras cano escribía, tratando de contarlo todo según las Ordenanzas, le venía a la cabeza una y otra vez lo absurdo de la situación. Había actuado por puro reflejo. Pero el reflejo podía justificar haber disparado una vez. Él había disparado dos, y la segunda fue la buena.

¡Joder…! ¿Qué cojones hacía él dándole tabaco al Ingeniero en la playa?, ¿qué cojones hacía él en la puta playa? No era haberse cargado a un tío. Cano ya ni sabía la cantidad de gente que se había cargado desde el treinta y seis: era imposible saberlo. De lo que sí estaba seguro era de que por primera vez en su vida se había cargado por la espalda a un tío desarmado. Que tenía que hacerlo, estaba claro. No, qué hostias, estaba claro que tenía que quitarle el mosquetón al pistolo, que tenía que disparar; pero no tenía por qué haberse cargado al rojo de los cojones. La realidad se impuso: realmente, el puto rojo había tenido que morir porque le había jodido no darle a la primera; tal vez porque él, el sargento Cano, no podía soportar la idea de que alguien dudase de su puntería. Eso habría desmoralizado a sus chicos. Eso era lo que le jodía ahora. El puto rojo de los cojones, que no había tenido mejor momento para intentar escaparse que cuando estaba él allí, había cascado porque él, el sargento Cano, no podía permitirse el lujo de que los soldados de su pelotón, que iban a morir con él achicharrados por los lanzallamas ingleses (o americanos, no sabía) dudaran de él.

No sabía cómo se le ocurrían estas cosas, pero le venían a la cabeza con una lucidez hiriente. Desde luego, en el momento no lo había pensado. Y, lo peor de todo, cuando el rojo se hundió tras el balazo, es que el Ingeniero lo miraba. Cano no sabía por qué, pero pensó que el Ingeniero iba a tirar el pitillo como mínimo gesto de rebeldía.

No lo tiró. De hecho, mientras sus miradas se cruzaban, le dio otra calada por si acaso. Cano –recordó- había pensado: “éste lleva mucha mili, sabe que una cosa es la honrilla y otra el tabaco.” Ante la mirada de Cano, el Ingeniero se había cuadrado (eso sí, sin soltar la chusta).



-- ¡¿Qué?!

-- Mi sargento.

Cano había sido consciente en ese momento de que por primera vez en su vida, había matado a alguien sin saber por qué (o, a lo mejor, por primera vez en su vida se había planteado por qué). Vociferó fuera de sí:

-- Mi sargento, ¿qué? ¿Te parece mal?

-- No, mi sargento. Bueno, sí. Pero yo también lo he hecho. Cuando era sargento.


3/11/09

El búnker de Conil (V)


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5


El sargento Cano estaba sentado en una silla a la puerta del búnker mirando la playa y echando un pitillo. Estaba leyendo el Signal, que se lo mandaba al capitán desde Madrid un primo suyo de Prensa y Propaganda, y siempre se lo pasaba cuando lo había leído. Por lo visto, los alemanes les estaban dando para el pelo a los rusos. Al sargento Cano le gustaba leerlo y, sobre todo, le gustaban las fotos, que eran cojonudas. La verdad es que echaba de menos el equipo alemán, todo hay que decirlo. Pero, ya, las cosas ni se las creía ni se las dejaba de creer: había leído demasiadas veces lo que decían los periódicos de batallas en las que él había estado. Apareció el cabo Expósito con mirada golosa. Cuando el sargento había leído el Signal del capitán, se lo prestaba al cabo Expósito, que sabía que le gustaba leer.

-- Toma, anda, ilústrate –le tiró la revista- Pero con vuelta, ¡eh?

-- Gracias, mi sargento.

El sargento Cano cogió el naranjero (por más que no pasara nada, nunca se alejaba del subfusil más de la cuenta) y se dio una vuelta por la playa.

El teniente tenía razón: el nido de ametralladoras más cercano estaba a más de un kilómetro, y fuera de la vista. Estaban ahí solos.

Sintió un bullicio a su derecha. Por el camino del acantilado, bajaba gente. Eran los rojos, vigilados por un par de soldados. El sol brillaba en la punta de las bayonetas y hasta hacía bonito, fíjate tú. Unos treinta: una sección. En un santiamén se despelotaron y se metieron en el agua. Cano imaginó que era la ducha semanal, o algo así. Al poco, estaban chapoteando y salpicándose, igualito que sus pistolos. La verdad, parecía que los guripas estaban ahí sólo para guardarles la ropa.

Uno de los rojos ni chapoteaba ni se reía. Se había metido en el agua y parecía dedicarse a un lavado concienzudo, frotándose los sobacos y tal, aunque el agua de mar era malísima para eso; pero, bueno, mejor que nada. Salió del agua y volvió a ponerse el uniforme andrajoso, sacudiéndose la arena. Cuando se puso las gafas, Cano lo reconoció: era el ingeniero. Vaya, el que dirigía los trabajos de ahí arriba. Cano se dio cuenta de que ya lo había bautizado: “El Ingeniero.”

Inconscientemente, se pasó el naranjero del hombro al pecho. Se podía reconocer a los que habían estado en Rusia en cuanto se colgaban el arma del pescuezo, como los alemanes. Siguió caminando mientras daba una chupada al pitillo. Tenía un amiguete, brigada de Intendencia, que siempre le pasaba tabaco cuando iba por el Regimiento. El Ingeniero lo había visto venir. Se cuadró.

-- A sus órdenes, mi sargento.

-- Descanso, hombre. ¿Cómo va –señaló el acantilado con la cabeza- la trinchera?

-- Va, mi sargento.

El Ingeniero miraba codicioso la chusta que el sargento tenía entre los dedos. El sargento Cano sacó del bolsillo de la guerrera el paquete de tabaco y el librillo. Se los alargó. El rojo lo miró con cierto recelo. Cano insistió con el gesto.

-- No me jodas que no quieres fumar.

El Ingeniero alargó la mano despacio. Se lió un pitillo y le devolvió tabaco y papel.

-- Muchas gracias, mi sargento.

Cano siguió mirando al mar.

-- Aquí, ni gracias ni perdón: a la orden.

Los dos miraban al mar y a los presos que se bañaban. Los dos querían hablar, pero ninguno sabía qué decir; así que fumaban. Cano rompió el fuego:

-- ¿Por qué te interesa tanto si vienen los americanos?

El Ingeniero lo miró con sorpresa y cierto temor.

-- Hombre, mi sargento…

-- Déjate de “mi sargento” y hostias. ¿Te interesa por algo o es que te da morbo? ¿Qué te crees, que van a echar a Franco o algo?

-- ¡Mi sargento, hombre…!

Su voz denotaba más preocupación que miedo. El sargento Cano decidió no seguir por ahí. No era cosa suya. Estuvo a punto de preguntarle al Ingeniero cómo se llamaba. Se contuvo: no era cosa de confraternizar con los rojos. No por nada, que los rojos también eran españoles, ojo; es que se estaba sintiendo demasiado cercano, y eso no podía ser. Ese tío debía de haber hecho cosas lo bastante malas como para estar preso. Y una cosa era darle tabaco y otra, tratarlo de tú a tú.

-- Verá, mi sargento, ¿cómo se lo explico…?

-- Mejor no me expliques nada.

Y los dos siguieron fumando, que era lo mejor que podían hacer. De pronto, los soldados empezaron a dar voces:

-- ¡Eh, tú! ¿Dónde coño vas?

Cano miró: uno de los rojos que se bañaban había echado a nadar hacia un pesquero que estaba ahí delante. No jugaba, sino que nadaba como loco, tratando de alcanzar el barco. O eso le pareció a Cano.

-- ¡Alto, alto! ¡Para!

Los soldados que estaban en la playa, la verdad, estaba claro que no sabían qué hacer. La distancia era grande. Era absurdo pensar en la huida. Por eso los dejaban bañarse. Sonó un tiro, como indeciso.

El sargento Cano corrió –me cago en Dios- hacia la orilla.

El otro soldado volvió a disparar sin mucha convicción.. El sargento le pegó un empujón y le quitó el máuser. Tiró para atrás del cerrojo –saltó una vaina caliente- se echó el mosquetón a la cara y disparó al fugitivo. El rojo siguió nadando. El sargento Cano hincó la rodilla en tierra, maniobró el cerrojo –otra vaina-, apuntó como Dios manda y volvió a disparar. ¡Pac! El rojo dio un respingo en el agua y se hundió en seguida.

2/11/09

El búnker de Conil (IV)


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4


-- …Así que… lo dicho. Estar atentos que nos pueden dar el susto en cualquier momento. A ver, preguntas.

El capitán De la Cuesta se echó las manos a la espalda y los miró con el pitillo en la boca. El sargento Cano tenía preguntas, pero era consciente de que era sargento y que tenía dos tenientes y dos alféreces por delante. También era consciente de que todos sabían que había estado con el capitán en Rusia y no quería que por eso pareciera que se saltaba el tema jerárquico. Miró de reojo a su teniente, Martínez. El teniente Martínez carraspeó.

-- Dime, Martínez.

-- Mi capitán, el búnker de ahí abajo… –miró al sargento- donde está el pelotón de Cano, está ahí solo… Vaya, que no tiene cobertura.

-- Ya, ¿y?  Se supone que Ingenieros tiene previstos dos nidos de ametralladoras que crucen fuegos con ellos.

-- Sí, mi capitán, pero van a tardar un huevo en hacerlos.

El capitán De la Cuesta lo despachó con un ademán impaciente que venía a significar: “hacedme preguntas que yo pueda contestar, no me vengáis con gilipolleces.”

El teniente de la sección de armas –Ortiz- se acercó al plano que había en la mesa, con las defensa marcadas y lleno de signos con lápiz azul, según se iban completando. Hizo un gesto con la mano hacia el Oeste.

-- Mi capitán. Lo que yo digo es… ¿qué coño van a hacer los americanos y los ingleses desembarcando por el Estrecho que lo tenemos todo fortificado? Yo, la verdad, desembarcaría por Huelva, que no hay nada de nada.

-- ¡Hombre, Ortiz!, ¿te han ascendido a general y no me lo has contado? ¿Ha hablado Vuecencia con Capitanía? ¿El Caudillo sabe todo esto que me está contando Vuecencia?

-- Joder, mi capitán…

-- Vamos a ver: yo soy un capitán de Infantería. vosotros sois los mandos de mi compañía. Tenemos asignado un sector, un sector de compañía: pequeñito. si os digo que me hagáis preguntas, se entiende que digo preguntas que yo pueda contestaros. Preguntas de lo que nosotros tenemos que hacer, que no es poco. Si quieres, le escribes una carta a Franco, o le mandas un telegrama, y que te conteste él.

El teniente Ortiz se calló. Ahora, ya, el sargento Cano pensó que podría preguntar él.

-- Mi capitán, ¿se sabe algo de los de Intendencia? Lo digo por las botas. Los chavales las llevan de tercera vida y van que da asco verlos.

-- He llamado al capitán Hontoria, el de Intendencia, esta mañana y me ha jurado por sus muertos que llegan esta semana. –Hizo una mueca que significaba: “¿más cosas?” – Cano le miró significativamente, pero no dijo nada.

-- Mirad. Lo que está claro es que no pueden pasar el Estrecho tranquilamente, que es lo que quieren. Para eso están las baterías del treinta y ocho con uno en Punta Paloma, que son nuestra baza principal. Así que tendrán que desembarcar, porque hasta que no las tomen no pueden pasar. Para eso estamos nosotros aquí: para que no desembarquen.

El teniente Ortiz, como vio el tema distendido, volvió a lo suyo:

-- Sí, mi capitán, pero como desembarquen por Huelva, que es lo que yo haría, se plantan en Despeñaperros en un pis pas.

-- Sí, hombre, y, ¿qué se les ha perdido en Despeñaperros?

-- Nos copan. Nos cortan las comunicaciones con el Centro…

-- Vale, Napoleón. Venga, señores, a trabajar.