"No queda sino batirse"
¡Qué frase! Cuando ya sobran las palabras y sólo queda recurrir al acero para resolver el equilibrio de las cosas.
Viene a nuestra mente la imagen del mismísimo Athos mirándote con ojos fríos mientras, con airoso ademán, se desembaraza de la capa.
La expresión, que uno ha de pronunciar con resignada calma una vez agotados los corteses requerimientos de satisfacción, me vino a la memoria evocada por el comentario del amigo Gabriel Syme al postio anterior.
En fin. Eran otros tiempos. Cuando en estos tiempos de perdición se recurre a los lances de honor, los resultados suelen ser calamitosos. Por ejemplo:
Hace unos años, allá por el 2003, o cosa así, mi amigo K***, monitor de Esgrima, me citó en un bar cercano al Club de Esgrima de Madrid. Cuando llegué, ya estaba sentado a una mesa, provisto de Mahou, en compañía de A***, Maestro de Armas y exolímpico (aparte -obviamente- de buen bebedor) Se trataba de aconsejarse con nosotros en relación con la tesitura en que lo había colocado un compañero de entrenamientos.
El semblante grave de mi amigo, de ordinario vivaz y desenfadado, revelaba que -seguro- se trataba de un duelo.
Al parecer, su compañero había tenido un acre intercambio verbal con un conocido suyo, de su mismo trabajo, con ocasión de que éste hubiera, al parecer, requerido de amores a la esposa legítima del primero. Ante la negativa a dar satisfacción, fue pronunciada en hora aciaga la frase sacramental:
-- "Así pues, no queda sino batirse."
Se acordó el encuentro y el ofendido había recurrido a mi buen amigo K*** para que oficiase de testigo de aquel lance, que habría de celebrarse (a espada y a primera sangre) en la sala de esgrima de una conocida institución militar madrileña donde se pueden hacer estas cosas con la necesaria discreción que requieren las situaciones de este jaez.
Por lo general, no llega demasiada sangre al río y, en caso de resultar herido de cierta gravedad uno de los duelistas, se recurre al conocido expediente de quebrar la hoja de una espada de práctica y alegar accidente.
Hasta aquí, todo normal, pero mi amigo K*** no las tenía todas consigo por considerar que el caso era incorrecto.
Y lo era. Resulta que ambos interesados eran militares, lo que, ya de por sí, excluía la espada y tornaba obligado el empleo del sable: primera objeción. Y, segunda y mucho más grave objeción, ofendido y ofensor eran de distinto empleo: capitán el uno, comandante el otro. Tal circunstancia excluía en absoluto la legitimidad del encuentro armado: tornábalo imposible.
Eso creía mi amigo, y tal era el parecer de A***, parecer muy autorizado dada su condición de Maestro de Armas, y asimismo el mío, más modesto, claro está. En apoyo de nuestra tesis citamos a Yñiguez y al Marqués de Cabriñana y -cómo no, dado el caso- al mismísimo Joseph Conrad, quien documentó magistralmente un caso que, por su semejanza al nuestro, venía que ni pintiparado. Acordamos prestarle los libros con los oportunos postits señalando los párrafos adecuados para que, sin merma de su honor, pudiera excusarse en forma del ministerio testifical que se trataba de imponerle e, incluso, apelara al honor y conciencia de ambos militares para que desistieran de su ilegítimo empeño o -al menos- lo aplazaran hasta que el inferior en grado ascendiera al empleo superior y, entonces y sólo entonces (y a sable) pudieran satisfacerse las exigencias de la honra sin merma de la disciplina militar; ante la cual, cuando uno viste el uniforme, ha de ceder toda consideración personal.
Armado de tan potentes razones, K*** trató intentó lealmente hacer hacer desistir a los dos rivales de su empecinada actitud, más -¡ay!- sin éxito. Entonces, con grave semblante y no sin una postrera admonición, excusó su asistencia a un lance que no consideraba honorable ante las irregularidades que en el mismo iban a concurrir.
Como la naturaleza humana en general y la de los oficiales del Arma de Caballería en particular, es terca, celebrose al fin el duelo en el lugar y fecha previstos, con el lamentable resultado de que el ofendido atravesó un pulmón del ofensor mediante una estocada que, si bien no fue del todo académica, si fue eficaz, a lo que parece.
Recurriose con éxito a la triquiñuela de la espada rota, evitándose así la intervención de la Justicia, pero la esposa implicada en el asunto afeó vehementemente la conducta a su orgulloso marido, quien partió poco después en misión a tierras de la Bosnia-Herzegovina, mientras que el convaleciente hubo de quedarse en Madrid por haber causado baja de resultas de la estocada, para encontrarse a su regreso (seis meses más tarde) con que la esposa infiel y el despulmonado superior habíanse amancebado y tenían entre sí vil concubinato, cosa que no habían previsto las almas cándidas (aunque tácticas) de Yñiguez y del Marqués de Cabriñana.
Traigo a este vuestro blog el recuerdo de aquellos hechos para que sirvan de advertencia a la juventud y que -teniéndolos presentes- no cedan a la natural pasión propia de los años y respeten con todo escrúpulo las sabias reglas que nuestros mayores nos han transmitido. Y, si lo hicieron nuestros mayores, fue por algo.
¡Qué frase! Cuando ya sobran las palabras y sólo queda recurrir al acero para resolver el equilibrio de las cosas.
Viene a nuestra mente la imagen del mismísimo Athos mirándote con ojos fríos mientras, con airoso ademán, se desembaraza de la capa.
La expresión, que uno ha de pronunciar con resignada calma una vez agotados los corteses requerimientos de satisfacción, me vino a la memoria evocada por el comentario del amigo Gabriel Syme al postio anterior.
En fin. Eran otros tiempos. Cuando en estos tiempos de perdición se recurre a los lances de honor, los resultados suelen ser calamitosos. Por ejemplo:
Hace unos años, allá por el 2003, o cosa así, mi amigo K***, monitor de Esgrima, me citó en un bar cercano al Club de Esgrima de Madrid. Cuando llegué, ya estaba sentado a una mesa, provisto de Mahou, en compañía de A***, Maestro de Armas y exolímpico (aparte -obviamente- de buen bebedor) Se trataba de aconsejarse con nosotros en relación con la tesitura en que lo había colocado un compañero de entrenamientos.
El semblante grave de mi amigo, de ordinario vivaz y desenfadado, revelaba que -seguro- se trataba de un duelo.
Al parecer, su compañero había tenido un acre intercambio verbal con un conocido suyo, de su mismo trabajo, con ocasión de que éste hubiera, al parecer, requerido de amores a la esposa legítima del primero. Ante la negativa a dar satisfacción, fue pronunciada en hora aciaga la frase sacramental:
-- "Así pues, no queda sino batirse."
Se acordó el encuentro y el ofendido había recurrido a mi buen amigo K*** para que oficiase de testigo de aquel lance, que habría de celebrarse (a espada y a primera sangre) en la sala de esgrima de una conocida institución militar madrileña donde se pueden hacer estas cosas con la necesaria discreción que requieren las situaciones de este jaez.
Por lo general, no llega demasiada sangre al río y, en caso de resultar herido de cierta gravedad uno de los duelistas, se recurre al conocido expediente de quebrar la hoja de una espada de práctica y alegar accidente.
Hasta aquí, todo normal, pero mi amigo K*** no las tenía todas consigo por considerar que el caso era incorrecto.
Y lo era. Resulta que ambos interesados eran militares, lo que, ya de por sí, excluía la espada y tornaba obligado el empleo del sable: primera objeción. Y, segunda y mucho más grave objeción, ofendido y ofensor eran de distinto empleo: capitán el uno, comandante el otro. Tal circunstancia excluía en absoluto la legitimidad del encuentro armado: tornábalo imposible.
Eso creía mi amigo, y tal era el parecer de A***, parecer muy autorizado dada su condición de Maestro de Armas, y asimismo el mío, más modesto, claro está. En apoyo de nuestra tesis citamos a Yñiguez y al Marqués de Cabriñana y -cómo no, dado el caso- al mismísimo Joseph Conrad, quien documentó magistralmente un caso que, por su semejanza al nuestro, venía que ni pintiparado. Acordamos prestarle los libros con los oportunos postits señalando los párrafos adecuados para que, sin merma de su honor, pudiera excusarse en forma del ministerio testifical que se trataba de imponerle e, incluso, apelara al honor y conciencia de ambos militares para que desistieran de su ilegítimo empeño o -al menos- lo aplazaran hasta que el inferior en grado ascendiera al empleo superior y, entonces y sólo entonces (y a sable) pudieran satisfacerse las exigencias de la honra sin merma de la disciplina militar; ante la cual, cuando uno viste el uniforme, ha de ceder toda consideración personal.
Armado de tan potentes razones, K*** trató intentó lealmente hacer hacer desistir a los dos rivales de su empecinada actitud, más -¡ay!- sin éxito. Entonces, con grave semblante y no sin una postrera admonición, excusó su asistencia a un lance que no consideraba honorable ante las irregularidades que en el mismo iban a concurrir.
Como la naturaleza humana en general y la de los oficiales del Arma de Caballería en particular, es terca, celebrose al fin el duelo en el lugar y fecha previstos, con el lamentable resultado de que el ofendido atravesó un pulmón del ofensor mediante una estocada que, si bien no fue del todo académica, si fue eficaz, a lo que parece.
Recurriose con éxito a la triquiñuela de la espada rota, evitándose así la intervención de la Justicia, pero la esposa implicada en el asunto afeó vehementemente la conducta a su orgulloso marido, quien partió poco después en misión a tierras de la Bosnia-Herzegovina, mientras que el convaleciente hubo de quedarse en Madrid por haber causado baja de resultas de la estocada, para encontrarse a su regreso (seis meses más tarde) con que la esposa infiel y el despulmonado superior habíanse amancebado y tenían entre sí vil concubinato, cosa que no habían previsto las almas cándidas (aunque tácticas) de Yñiguez y del Marqués de Cabriñana.
Traigo a este vuestro blog el recuerdo de aquellos hechos para que sirvan de advertencia a la juventud y que -teniéndolos presentes- no cedan a la natural pasión propia de los años y respeten con todo escrúpulo las sabias reglas que nuestros mayores nos han transmitido. Y, si lo hicieron nuestros mayores, fue por algo.